martes, diciembre 12, 2006

Ni Dios ni impuestos

Desde su aparición en Africa hace alrededor de 150.000 años, los seres humanos sobrevivieron milenios como cazadores recolectores nómades hasta que, en algún momento hace unos 12.000 años, probablemente en lo que hoy conocemos como Oriente Medio, algún grupo desarrolló las primeras técnicas de agricultura, ni más ni menos que la domesticación de algunos de los pastos cuyas semillas utilizaban los hombres en sus dietas.

Quizás fue el mijo, o el sorgo, o alguna forma primitiva del trigo la que inició el camino que nos lleva a nuestras sociedades actuales. Porque fue el descubrimiento de la agricultura el impulsor de una revolución lenta, que duró casi 8.000 años y que transformó a esa especie animal nomádica en la especie dominante del planeta. En ese camino, el primer paso fue el asentamiento semipermanente en pequeños poblados, pues una vez que un grupo encontraba tierras fértiles para cultivar, el nomadismo perdía sentido. Así nacieron las primeras ciudades, al principio no mucho más que un caserío cerca de los sembradíos.

La agricultura también produjo un efecto secundario indeseado: al contar con una producción más o menos estable de unos pocos productos, la dieta humana se volvió mucho menos diversa que la de los recolectores y cazadores. El registro fósil nos muestra que la estatura promedio de los humanos sufre una disminución acentuada a partir de hace 12000 años. Sólo en el siglo XX recuperaría la especie humana, o al menos sus sociedades más avanzadas, la estatura promedio de los hombres del paleolítico. Y aún hoy sufrimos las consecuencias metabólicas de nuestra poco diversa dieta.

Los recolectores cazadores tenían ciertas creencias en algún tipo de divinidad. Hombres y mujeres viviendo una vida transhumante, sujetos a las fieras y al clima, con poco abrigo más que una pieles de animales que servían de vestimenta y de hogar, no podían dejar de invocar a la naturaleza en forma más o menos vaga para su protección o para que les trajera buena fortuna. De allí los cultos animistas que sobreviven en muy pocas poblaciones actuales, pero que fue la base de las religiones del mundo durante gran parte de nuestra historia como especie.

Pero con el advenimiento de la agricultura, y el establecimiento de villoríos más o menos estables, esa religión animista, cuyo objeto de culto podía ser casi cualquier objeto o fenómeno natural, se transformó poco a poco en un culto a aquellos factores de los que dependía una buena cosecha; el sol, las lluvias, las inundaciones. Y esos factores, muchos de ellos con características más o menos cíclicas, se transformaron poco a poco en dioses o espíritus, de cuya observación detallada dependían los hombres para decidir cuándo cosechar o sembrar o predecir qué tipo de plagas afectaría a sus cosechas, y con ello sobrevivir un año más. Esta necesidad de observar detalladamente los cielos y los signos de la tierra generó la aparición de sacerdotes, que al principio no eran más que observadores perspicaces y creíbles de estos fenómenos. Estos individuos indicaban al grupo qué debían hacer para ser prósperos, ni más ni menos, lo que les otorgaba un poder sobre el resto de la comunidad, poder validado por la comunidad por la calidad de sus indicaciones y prescripciones. Estos sacerdotes eran lejanos precursores de nuestros astrónomos y agrónomos.

Pero muchas veces, dado el estado rudimentario del conocimiento, estos sacerdotes debían recurrir a la argentinísima zaraza para poder satisfacer las demandas de su rol en la comunidad. Y en la medida en que el grupo no podía diferenciar verso de conocimiento, esta zaraza le era útil al sacerdote. Y quizás en algún momento los sacerdotes dejaron de ser capaces de distinguir el tenue velo que separaba lo que sabían de lo que creían saber.

Del animismo se heredaron las ofrendas a la naturaleza, las que ahora, al establecerse la población en un sitio permanente, se concentraron en algún lugar fijo, en general cargado de algún tipo de connotación simbólica. Y así nacieron los templos, alrededor de los cuales crecieron las ciudades.

Los sacerdotes fueron entonces quizás los primeros humanos que vivieron sin trabajar. Y el templo, la primer construcción sin un fin estrictamente utilitario.

Entonces estamos ahora hace 10.000 o 9.000 años atrás; adivinen que sucede. Lo obvio, los sacerdotes empiezan a pedir tributos para satisfacer a los inasibles dioses. Y cada vez que sus predicciones fallan, encuentran en la insuficiencia de tributos la excusa perfecta. Por primera vez los hombres pagan a un grupo a cambio de que este grupo les asegure la prosperidad.

El establecimiento de ciudades en zonas fértiles, de cuyas tierras se extraía regularmente una provisión de alimentos, atrajo permanentes ataques de las bandas que seguían una vida nómade. Y también ataques de tribus vecinas que necesitaban más tierras para sustentar a su población, o cuyas tierras eran menos fértiles. Estos ataques, frecuentes y en general sanguinarios, crearon la necesidad de las ciudades de contar con guerreros en forma casi permamente. Esta casta de guerreros, por obvias razones, poco a poco fue tomando el control de las ciudades, que tradicionalemente estaba en manos de consejos de mayores. Y ese control sólo tenía el límite que le daba el respeto hacia las divinidades establecidas.

Pero los guerreros también debían mantenerse, y dado su casi permanente estado de movilización, eso exigía que el resto de la ciudad les pagara tributo: a semejanza del tributo a los dioses nace entonces el tributo a la casta guerrera, que era la casta gobernante. Ese tributo transformó sus chozas en los primeros palacios, los proveyó de armas y los vistió y alimentó. Cuando en un museo vean los cascos, las ornamentas, las joyas de tribus desaparecidas hacen milenios, lo que en realidad ven es el producto de la acumulación de tributos por parte de la casta guerrera.

Hoy, 10.000 años después poco queda del tributo a los dioses. La iglesia lo llama diezmo, y en casi todas las demás religiones se ha transformado en una contribución voluntaria y en general de poca monta. Pero los impuestos sobrevivieron a todos estos milenios y hoy, como ayer, los gobernantes, ya no más guerreros, siguen muchas veces explicando la imperiosa necesidad de los mismos asegurando que esos impuestos serán capaces de protegernos de los males a los que está expuesta la sociedad.

Por eso, antes de defender algún impuesto, piensen cómo se verán los artefactos del mundo actual en un museo del año 20.000

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Postino, muy exacta tu descripción, incluyendo la mejor calidad de vida de los cazadores recolectores.
Un buen territorio le permitía a estos gastar solo entre 15 y 30 horas a la semana
en la búsqueda de alimentos.

La diferencia con tu visión se da en que el tributo o “protección” es anterior a los
templos.
El jefe cazador recibía un porcentaje mayor en cantidad o calidad debido a su carácter
de organizador y/o experto.
Esto se acentuaba en los momentos de peligro donde era el jefe militar.

Su competidor era el chaman o brujo que le disputaba la porción del tributo, basándose
en que él como experto en la interpretación de la voluntad de los espíritus, influiría en
lograr la mejor caza.
El arte rupestre es la mejor demostración de esta “influencia”.

En la agricultura, que es azarosa por definición, primaba el chaman.
En el pastoreo con sus ciclos más definidos y previsibles, era el jefe del clan.

Esta tensión, entre jefes y chamanes atraviesa toda la antigüedad, incluso la civilización
Hindú con su división de castas muestra la lucha por el predominio entre guerreros y
Brahmanes.

Protección, es el nombre del juego.
Me pagas para evitar el daño, que te pueden provocar los dioses, los extraños,
o yo mismo.
Asiria, los mongoles, Roma, las indulgencias medievales, los rackets de la mafia, las
comisiones de la Compañía de India inglesa u Holandesa en Oriente, las zonas
liberadas para no ser molestados en su trabajo; todos son protección.

Los norteamericanos tienen un dicho, “ni siquiera un pacto con el diablo tiene
validez si no tiene la estampilla del impuesto”
Saludos
manolo

il postino dijo...

Muy interesante tu comentario. Tenes toda la razón: lo mío apuntaba más al proceso de institucionalización del tributo en personas o grupos de personas que, a diferencia del cazador virtuoso o el guerrero vencedor, prometìan generar un valor de dudosa calidad o eventualmente irrealizable, sin contribuir a la efectiva realización del mismo

Salutti

Ulschmidt dijo...

Los impuestos son repugnantes ! si fueran buenos, la gente los pagaría sin que la obliguen. Muy bueno el post.