Hacia mediados del siglo XIX la mayoría de los científicos creían que existía un fluído al que llamaban éter que ocupaba todo el espacio y mediaba todas las fuerzas e interacciones entre los cuerpos. Era el éter, por ejemplo, el medio que vibraba y transportaba las ondas electromagnéticas. ¿Cómo podía si no una onda vibrar si no había un medio vibrante? El razonamiento parecía tan de sentido común que pocos se preocupaban por probar efectivamente su existencia (como sucede hoy con tantas hipótesis de los cientistas sociales...). Pocos pero por suerte no ninguno.
Albert Michelson nació a fines de 1852 en Strzelno, una pequeña ciudad en lo que entonces era la frontera entre Polonia y Prusia. A pesar que desde la época de Federico el Grande la ciudad estaba dentro de Alemania, tanto su cultura como su población eran polacas. Las persecuciones y convulsiones políticas llevaron a su familia a emigrar a Estados Unidos cuando Albert tenía dos años.
Samuel, su padre, comenzó trabajando de joyero en New York, pero al tiempo se fue a California atraído por la fiebre del oro. California recién se había incorporado como Estado a la Unión y Samuel puso una tienda en el Condado de Calaveras (lugar de una interesante historia de Mark Twain por cierto). La familia se le unió tras un viaje por mar hasta Panamá, un cruce del istmo hacia el Pacífico, otra travesía marítima hacia San Francisco y desde alli por tierra hasta las ciudades del oro. En ese entorno de frontera, lejos de la civilización y del mundo tradicional pasó Albert sus primeros años. De muy temprano demostró habilidad para construir aparatos mecánicos y a los 13 años fue enviado a San Francisco a estudiar. Al graduarse intentó ingresar a la Academia Naval de Annapolis, pero quedó empatado en el examen con otro estudiante más joven que fue seleccionado por el Comité a pesar de las cartas de apoyo que recibió Michelson.
Pero Albert no se daba tan fácil por vencido. Viajó a Washington y sabiendo la rutina diaria del Presidente Grant , lo esperó en las escaleras de la Casa Blanca a que volviera de pasear a su perro. Grant lo escuchó pero le dijo que no podía hacer nada porque no habían más vacantes. Pero recordó haber recibido una carta de un congresisita apoyando a Michelson debido a la contribución de Samuel a la causa republicana. Entonces Grant envió a Albert a ver al Superintendente de la Academia en persona, y luego de una serie de entrevistas, se habilitó una vacante especial para él.
En Annapolis Albert se distinguió en todos los cursos de ciencias pero no en los militares. Luego de graduarse y de una corta experiencia marina, fue nombrado profesor de física y química en la Academia. Allí desarrolló su destreza en ciencia experimental: su primer gran logro fue una medición precisa de la velocidad de la luz. En 1880 tomó licencia de la Marina y se fue a Europa en donde tomó contacto con las ideas de físicos prominentes sobre la naturaleza del éter. J.C. Maxwell había sugerido que si se comprobaba que la luz tenía la misma velocidad en todas las direcciones entonces se podría conocer la velocidad de la "corriente" de éter a través de la cual la luz se propagaba. Si el éter fuera estático, la tierra al moverse en el espacio tendría una velocidad respecto al mismo.
Michelson, hombre práctico e inteligente, pensaba que ese movimiento a través del eter sería como nadar en un río. Imaginemos que nadamos a 0.6 metro por segundo y que la corriente se mueve a 0.4 metros por segundo. Si nadamos a favor de la corriente 100 metros y luego intentamos volver contra la corriente al mismo punto de partida, tardaremos 100 segundos en ir (nuestra velocidad será 0.6 + 0.4 m/s) y 500 segundos en volver (pues iremos a 0.6 - 0.4 m/s). Un total de 600 segundos para los 200 metros.
Pero si cruzamos el río a lo ancho, la velocidad de ida sería la misma que la de vuelta (aprox 0.45 m/s, ahórrense el cálculo), y los 200 metros del viaje de ida y vuelta nos llevarían 447 segundos.
Lo importante en este ejemplo es que midiendo la velocidad del nadador en distintas direcciones podríamos calcular la velocidad del río. Si el río estuviera inmóvil, el nadador tardaría lo mismo en cualquier dirección.
Ahora, si en lugar de un nadador tomáramos un rayo de luz y lo disparáramos en el sentido del movimiento de la tierra alrededor del sol (y que rebotara en un espejo y volviera por el mismo camino), y disparáramos otro rayo perpendicular al anterior (de ida y vuelta también) , si el éter existiera el primer rayo tendría una velocidad que sería igual a la velocidad de la luz (c) más la velocidad de la tierra (v) a la ida; y una velocidad igual a c - v a la vuelta ; mientras que el segundo rayo, al moverse perpendicular al movimiento de la tierra tendría siempre la misma velocidad, de ida como de regreso, una combinación de la velocidad de la luz con la velocidad de la tierra. Si ambos rayos salieran del mismo punto y recorrieran por estos caminos diferentes iguales distancias para regresar a un mismo punto, se podría medir fácilmente la diferencia de velocidades de cada rayo explotando ciertas características ondulatorias de la luz.
Medir este fenómeno requería de una precisión bastante elevada: la luz se mueve a 300,000 km/seg mientras que la Tierra lo hace a 30 km/seg, lo que implica que la diferencia de velocidades entre ambos rayos debía medirse con una precisión mayor que 1 en 100,000,000.
Alexander Graham Bell (si, el inventor), apoyó financieramente el experiemento, y en 1881 Michelson construyó este interferómetro en Berlín. El equipo se rodeó de hielo para mantener la temperatura de los espejos constante, pero las vibraciones originadas por el tráfico arruinaron las mediciones. Michelson mudó el aparato a Postdam y realizó numerosas mediciones con el aparato orientado en distintas direcciones y en distintas épocas del año de modo que el movimiento respecto al sol fuera diferente. ¿Y qué pasó? El aparato no detectó ninguna diferencia de velocidad entre los dos haces de luz! Si existía un éter, el mismo se movía junto a la Tierra, y la velocidad de la luz era constante en cualquier dirección. Era como si un nadador pudiese nadar a la misma velocidad en cualquier dirección en el río. La conclusión: no existía tal "río" de éter....y, más extraño aún, la luz se movía de una forma distinta a cualquier otro objeto que se hubiera observado antes. No importaba la velocidad que tuviera la fuente de la luz: cualquiera que fuera, la luz siempre tenía la misma velocidad......